Hace un tiempo viajamos a Barcelona para visitar a mi hermana Amalia y a su familia, y como siempre que nos juntamos, la comida acabó siendo parte esencial del encuentro. Aquella vez decidimos ir al Fismuler, un restaurante del que habíamos oído hablar maravillas, y puedo decir sin dudarlo que la experiencia estuvo a la altura de las expectativas.
De todos los platos que probamos, hubo uno que nos marcó especialmente: su escalope con trufa y huevo a baja temperatura. Un plato aparentemente sencillo, pero que en cuanto llega a la mesa se transforma en un espectáculo de aromas y texturas. La carne finísima, tierna y perfectamente empanada, cubierta con unas láminas generosas de trufa que perfumaban todo el ambiente. Y en el centro, el huevo a baja temperatura, con su yema melosa que al romperse se mezclaba con el escalope, la trufa y el empanado, creando una combinación absolutamente brutal.
Fue uno de esos momentos en los que la comida trasciende lo puramente gastronómico: estábamos celebrando el encuentro con mi familia, disfrutando de la ciudad, y ese plato se convirtió en el centro de la conversación. Todos coincidimos en que era un ejemplo perfecto de cómo un clásico como el escalope puede elevarse a otra categoría con buen producto, técnica y un punto de creatividad.
Salir de Fismuler aquel día fue salir con una sonrisa, con la sensación de haber compartido algo único en familia. Y aunque hemos comido muchos escalopes desde entonces, ninguno ha tenido ese mismo sabor, el de una velada especial en Barcelona junto a mi familia.
¡Bon profit!