Yo, Perico

Desde que tengo memoria, la cocina ha sido parte de mi vida. No fue un camino casual, sino un legado: mi abuelo Perico me abrió las puertas a este mundo de ollas, cazuelas y aromas infinitos. Él me enseñó que la cocina no es simplemente seguir una receta, sino poner en cada plato un pedacito de uno mismo. Gracias a él descubrí que un guiso puede ser abrazo, que un arroz puede reunir a toda una familia y que un postre puede dejar un recuerdo que dure para siempre.

Con los años, esa semilla que él plantó en mí se convirtió en pasión. Hoy, cocinar no es solo un placer, sino una forma de vida. Me gusta probar, aprender, improvisar, pero sobre todo, me encanta compartir. Porque para mí, la verdadera magia de la cocina no está únicamente en el plato, sino en la mesa donde se sirve: en las miradas cómplices, en las risas que estallan sin planearlo y en esas conversaciones que se alargan más allá del café.

Quienes me conocen saben que soy una persona algo tímida, reservada al principio. Pero basta con sentarse conmigo alrededor de una mesa para descubrir otra faceta: la de alguien cercano, divertido y extrovertido, que disfruta viendo a los demás gozar de la comida tanto como yo lo hago preparándola. En esos momentos, la timidez se desvanece y aflora mi verdadera esencia: alguien que encuentra en la gastronomía el escenario perfecto para conectar.

Soy de los que creen que los detalles marcan la diferencia. Me gusta dedicarle tiempo a cada comida, cocinar sin prisas, con cariño y con respeto por el producto. Disfruto comprando en mercados locales, eligiendo ingredientes de kilómetro 0, frescos y de temporada. Y si un plato requiere un ingrediente especial, no reparo en ir a buscarlo allí donde haga falta: creo que esa dedicación es lo que transforma una receta sencilla en una experiencia única.

Adoro las sobremesas largas, donde no hay reloj que apure y la mesa se convierte en el centro de todo. No entiendo una buena comida sin compañía, sin el calor humano que convierte cualquier receta en un recuerdo imborrable. Cocinar para mis amigos y familiares es, en el fondo, mi manera de decirles “gracias”, de celebrar la vida juntos y de transformar lo cotidiano en algo especial.

En todo este mundo de sabores y aromas, no estoy solo. Mi compañera es mi mujer Cati, a quien adoro y quiero como el primer día. Compartir con ella esta pasión por la cocina, planear platos, experimentar juntos y disfrutar de cada comida hace que todo sea aún más intenso y especial.

Pero también comparto este amor por la cocina con mi padre, Perico, quien sigue siendo mi compañero de fogones. La cocina nos une como padre e hijo, y son momentos que disfrutamos muchísimo juntos, aunque a veces discutamos por el orden de los pasos o la forma de preparar algún plato. Juntos buscamos siempre recetas nuevas, experimentamos con sabores distintos y nos retamos a mejorar cada preparación. Ya sea en la Academia de la Cuina i el Vi de Mallorca o en comidas familiares, su compañía en la cocina es un estímulo constante y un recordatorio de que la cocina, más que técnica, es pasión, complicidad y momentos compartidos.

Al final, creo que cocinar es eso: un acto de amor sencillo pero profundo. Es mi manera de expresar lo que muchas veces no sé decir con palabras. Y mientras haya una mesa que llenar de platos, aromas, risas y cariño, seguiré fiel a esta pasión que heredé de mi abuelo y que comparto cada día, junto a Cati y mi padre, en cada plato que preparo.

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